Después de una larga pausa, regreso a mis Reflexiones
Orientales en una fecha y un año donde se cumplen aniversarios de
acontecimientos trascendentales en la historia de la República Popular.
Efectivamente, un 16 de mayo de hace cincuenta años, el
Comité Central del Partido Comunista de China reunido en Beijing en sesión
ampliada aprobó un comunicado que marcaría el comienzo de la llamada
oficialmente Gran Revolución Cultural Proletaria, de la que también este año se
cumplen cuarenta años de su finalización.
Si 1966 marcó el comienzo de un movimiento político que
sacudió todas las estructuras del país y la vida diaria de su población, una
década más tarde, y tras la muerte de Mao Zedong el 9 de septiembre, en 1976 se
da oficialmente por terminado lo que ahora oficialmente se conoce como “los
diez años del caos”.
Mi llegada a China se produce a mediados de 1975, o sea en
la fase final de la Revolución Cultural. Los años más convulsos y violentos de
la misma –entre 1966 y 1969- ya habían pasado; habían sido años de grandes
movilizaciones de millones de “guardias rojos”, años de violencia física contra
todo lo que representaba “lo viejo”, contra los llamados “seguidores del camino
capitalista” dentro del Partido Comunista, años con centros de enseñanza
cerrados, años donde se vivió con más fuerza que nunca el culto a la
personalidad de Mao Zedong.
Sin embargo, la Revolución Cultural no había terminado en
1975 y, a medida que se acercaba la muerte de Mao, se agudizaba la lucha
interna en el Partido y el Gobierno sobre cuál era el rumbo que debía tomar
China tras la desaparición del llamado “Gran Timonel”.
Nuestra llegada coincidió con un movimiento de “crítica a
Lin Biao y Confucio” al que siguió otro de crítica a la novela clásica china “A
la orilla del agua” que escondía una crítica velada por parte de la Banda de
los Cuatro a Zhou Enlai, quien fallecería en enero de 1976.
En abril de 1976 fuimos testigos de manifestaciones en la
Plaza de Tiananmen en recuerdo de Zhou Enlai, que fueron reprimidas
violentamente por las “milicias obreras” y que llevaron a una nueva caída en
desgracia de Deng Xiaoping y lanzaron otro movimiento político: “la lucha
contra el ala derechista que quiere revocar los veredictos tomados” (en la
“Revolución Cultural”)
La China de 1975 era en muchos sentidos, y sobre todo en sus
aspectos externos, otro país si la comparamos con la que es hoy la segunda
economía del planeta.
Beijing, nuestra residencia desde julio de ese año, era una
ciudad prácticamente plana –salvo unos pocos kilómetros en el centro de la
misma- con millones de bicicletas –casi todas iguales- recorriendo sus calles
junto con carros tirados por caballos, muchos camiones del Ejército, y unos
pocos autos –todos ellos con cortinas en sus ventanas- de fabricación nacional
–el famoso “Bandera Roja” que ahora ha vuelto en su versión moderna para los
dirigentes del país, y la marca Shanghai- algunos rusos y polacos y unos
Mercedes Benz negros.
Durante el día, el caos del tráfico hacía de Beijing una
ciudad ruidosa, mientras que por la noche se transformaba en una urbe oscura
apenas se ponía el sol. Los únicos carteles que se veían en la ciudad eran de
vivas al Presidente Mao, al Partido Comunista, a la Revolución Cultural y al “invencible
Marxismo-Leninismo y Pensamiendo de Mao Zedong”.
La foto de Mao, aparte de en la famosa plaza de Tiananmen,
estaba prácticamente en todos lados, principalmente en las entradas de los
edificios, y salas para actos públicos, mientras que dentro de instituciones
con grandes superficies –algunos Institutos de Enseñanza o fábricas- se
levantaban estatuas del dirigente.
La mayor parte de la población vestía con la conocida en
Occidente como Chaqueta Mao –en gris o en azul- y muchos llevaban en sus
solapas escarapelas con diferentes figuras de Mao o con citas del dirigente
como “servir al pueblo”.
El horario oficial de trabajo era de ocho horas diarias seis
días a la semana y parte de ese tiempo era utilizado para el llamado “estudio
político”. Los días festivos eran el 1
de enero, el 1 de mayo o la Fiesta Nacional del 1 de Octubre, aparte del año
nuevo chino que era el período del año donde se tenían más días de vacaciones.
La comida y los artículos de primera necesidad o de uso
frecuente (el aceite, las prendas de algodón, las bicicletas) estaban
racionadas salvo para los pocos extranjeros que residíamos en la ciudad. Eran
años además en que los alimentos dependían de las estaciones ya que
prácticamente no existían invernaderos en el campo ni heladeras en las
viviendas de la población. Así, mientras que en verano la ciudad se inundaba
literalmente de sandías, en invierno lo hacía de coles.
No existía libertad de movimiento para la población entre
diversas regiones del país, ni los ciudadanos tenían Documento Nacional de
Identidad por lo que para realizar cualquier trámite había que usar el carnet
de trabajo o de estudiante o una llamada “carta de presentación” de la entidad
donde estaba asignado el interesado.
Era común ver a matrimonios separados geográficamente –por
las “necesidades del Partido y de la revolución”- que, con suerte, se veían una
vez al año coincidiendo con el año nuevo chino.
Cartel publicitario sobre la Revolución Cultural |
La figura del Presidente de la República había desaparecido
con la Revolución Cultural y con la muerte en cautiverio de su último
presidente, Liu Shaoqi, así como la del Secretario General del Partido
Comunista de China. Todos los organismos oficiales, centros de producción y de
enseñanza estaban dirigidos por los llamados Comités Revolucionarios, mientras
que las Comunas Populares, con sus brigadas y equipos de producción eran el
órgano de poder en el campo.
En lo internacional, cuando llegamos a Beijing, China ya
había ganado dos importantes batallas diplomáticas: había sido reconocida en 1971
como miembro de las Naciones Unidas, y había hecho que Estados Unidos rompiera
el hielo y el presidente Nixon viajara a la República Popular en 1972. Hubo que
esperar sin embargo hasta el fin de la Revolución Cultural para que China y los
Estados Unidos establecieran relaciones diplomáticas.
La URSS se había transformado para China en un estado
“socialimperialista” que buscaba la hegemonía mundial, y en su peor enemigo,
mientras que la pequeña Albania era el principal aliado de la República
Popular, junto con Corea del Norte, Vietnam, y algunos de los estados más
independientes de la URSS en Europa Oriental, como Yugoslavia o Rumanía.
Ahora, ni la plaza de Tiananmen es la misma que en 1975 y
Beijing se ha transformado en una ciudad en muchos aspectos inhabitable por el
tráfico y la polución; un bosque de edificios modernos, un mar de coches. Prácticamente
lo único que queda de entonces es el retrato de Mao colgado en el edificio
principal de la plaza de Tiananmen.
Detrás de esa modernidad, sin embargo, detrás de esos
radicales cambios, sigue existiendo una China similar a la que descubrimos en
el 75 y que es difícil de explicar. Es la misma China donde los gestos son
importantes, donde aún hay que leer entrelíneas, donde muchas veces las cosas
no se dicen directamente y donde sigue siendo muy difícil saber qué está
pasando y mucho menos predecir qué pasará.
Gracias Pablo
ResponderEliminarGracias
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